Hoy
es domingo de fútbol, y como cada domingo de fútbol, ya se siente ese
nerviosismo especial que posee a mi padre las horas previas al partido. “Niños,
coged los abrigos que en el estadio siempre hace frío”. Esa frase parece
automatizada, pues no falta el día en el que después de ducharme la pronuncie
dirigiéndose hacia mí y mi hermano pequeño. Echo de menos ese nerviosismo
positivo y ese entusiasmo para otros ámbitos y eventos de la vida. Desde
realizar un buen trabajo periodístico hasta cocinar ternera con arroz, la
sociedad se podría beneficiar en masa de esta predisposición que mi padre, al
igual que muchos de nosotros, empleamos en animar a nuestros equipos.
Ya
estamos listos para el partido y, antes de entrar en carretera, llegamos a la
gasolinera. Mi padre se baja del coche para repostar y comprar esos chicles de
sabor tan intenso. “Papá, estos chicles pican mucho” le dice mi hermano
mientras pestañea fuertemente, como intentando calmar en su lengua el picor que
los extractos de menta proporcionan al chicle. A mí tampoco me gustan mucho,
pero igualmente los mastico. Ya con el depósito lleno y antes de arrancar el
motor del vehículo mi padre enciende la radio. Siempre me he preguntado si esos
señores que hacen el carrusel de partidos realmente están trabajando y si cobran por ello, pues lejos de ser una
tarea ardua y costosa, no escatiman en chistes y gracias que proporciona al
oyente un aura de reunión de amigos. Datos previos al partido, análisis,
opinión, todo esto nos engatusa y casi sin poder apartar el oído de la radio,
me pregunto el porqué esa capacidad de concentración no surge en los momentos
más necesitados. Por ejemplo, mi hermano es capaz de recordar y citar la
clasificación y prácticamente todas las alineaciones de los equipos de la
primera división española, pero no es capaz de aprenderse unos pocos verbos
irregulares en inglés que en el instituto le enseñan.
Sentados
en el estadio nos percatamos de que justo debajo nuestra se encuentra al que yo
y mis amigos llamamos “el loco”. Nos hace mucha gracia, pues el hombre parece
ser afectado por el síndrome de Tourette,
y más que a disfrutar del fútbol, se dedica a insultar a todo juez de línea o
jugador rival que ronde la zona de alcance de sus gritos, que a juzgar por su
torrente de voz, debe ser muy amplia. Mi sabio padre me comenta que su
comportamiento resulta inapropiado, pues es de muy mal ejemplo para los muchos
niños que acuden a los estadios para disfrutar y no sufrir a individuos como
“el loco”. Yo, en cambio, temo al pensar qué pasaría si no hubiera valla
protectora y si los afectados por los gritos no hicieran caso omiso a los
insultos de este y otros muchos individuos que rondan por los campos de fútbol.
Hoy
hemos tenido suerte y hemos ganado en los últimos instantes, y ya saliendo del
estadio me encuentro con un viejo amigo que hacía tiempo que no veía. “¡Qué
pasa Conejo, qué alegría de verte!” le dije nada más verlo. Él me contestó que
desde el instituto nadie le llamaba así y que estaba “que no cabía en el
pellejo” por la victoria de hoy. No era capaz de borrar de su cara esa sonrisa.
No me pareció extraño hasta que le pregunté por su situación actual. Había
tenido que dejar los estudios, pues la mala situación económica casi le
obligaba, y encima había terminado con su novia hace escasamente unas semanas.
Entonces me di cuenta de la magia de este deporte, que es capaz de alegrar
hasta los corazones más tristes y de parar nuestras vidas durante, al menos, 90
minutos.
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