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martes, 22 de octubre de 2013

La magia del fútbol

Hoy es domingo de fútbol, y como cada domingo de fútbol, ya se siente ese nerviosismo especial que posee a mi padre las horas previas al partido. “Niños, coged los abrigos que en el estadio siempre hace frío”. Esa frase parece automatizada, pues no falta el día en el que después de ducharme la pronuncie dirigiéndose hacia mí y mi hermano pequeño. Echo de menos ese nerviosismo positivo y ese entusiasmo para otros ámbitos y eventos de la vida. Desde realizar un buen trabajo periodístico hasta cocinar ternera con arroz, la sociedad se podría beneficiar en masa de esta predisposición que mi padre, al igual que muchos de nosotros, empleamos en animar a nuestros equipos.

Ya estamos listos para el partido y, antes de entrar en carretera, llegamos a la gasolinera. Mi padre se baja del coche para repostar y comprar esos chicles de sabor tan intenso. “Papá, estos chicles pican mucho” le dice mi hermano mientras pestañea fuertemente, como intentando calmar en su lengua el picor que los extractos de menta proporcionan al chicle. A mí tampoco me gustan mucho, pero igualmente los mastico. Ya con el depósito lleno y antes de arrancar el motor del vehículo mi padre enciende la radio. Siempre me he preguntado si esos señores que hacen el carrusel de partidos realmente están trabajando y  si cobran por ello, pues lejos de ser una tarea ardua y costosa, no escatiman en chistes y gracias que proporciona al oyente un aura de reunión de amigos. Datos previos al partido, análisis, opinión, todo esto nos engatusa y casi sin poder apartar el oído de la radio, me pregunto el porqué esa capacidad de concentración no surge en los momentos más necesitados. Por ejemplo, mi hermano es capaz de recordar y citar la clasificación y prácticamente todas las alineaciones de los equipos de la primera división española, pero no es capaz de aprenderse unos pocos verbos irregulares en inglés que en el instituto le enseñan.

Sentados en el estadio nos percatamos de que justo debajo nuestra se encuentra al que yo y mis amigos llamamos “el loco”. Nos hace mucha gracia, pues el hombre parece ser afectado por el síndrome de Tourette, y más que a disfrutar del fútbol, se dedica a insultar a todo juez de línea o jugador rival que ronde la zona de alcance de sus gritos, que a juzgar por su torrente de voz, debe ser muy amplia. Mi sabio padre me comenta que su comportamiento resulta inapropiado, pues es de muy mal ejemplo para los muchos niños que acuden a los estadios para disfrutar y no sufrir a individuos como “el loco”. Yo, en cambio, temo al pensar qué pasaría si no hubiera valla protectora y si los afectados por los gritos no hicieran caso omiso a los insultos de este y otros muchos individuos que rondan por los campos de fútbol.

Hoy hemos tenido suerte y hemos ganado en los últimos instantes, y ya saliendo del estadio me encuentro con un viejo amigo que hacía tiempo que no veía. “¡Qué pasa Conejo, qué alegría de verte!” le dije nada más verlo. Él me contestó que desde el instituto nadie le llamaba así y que estaba “que no cabía en el pellejo” por la victoria de hoy. No era capaz de borrar de su cara esa sonrisa. No me pareció extraño hasta que le pregunté por su situación actual. Había tenido que dejar los estudios, pues la mala situación económica casi le obligaba, y encima había terminado con su novia hace escasamente unas semanas. Entonces me di cuenta de la magia de este deporte, que es capaz de alegrar hasta los corazones más tristes y de parar nuestras vidas durante, al menos, 90 minutos.

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